Algún día vamos a echar de menos a los guiris. Sí, esos que bloquean rotondas, se abrasan al sol y confunden una paella precocinada con la gastronomía local. Pero había algo honesto en ellos: eran molestos, ruidosos, pero reconocibles. Se notaba que venían a disfrutar, a gastar lo que habían ahorrado con esfuerzo y a vivir su pequeña fantasía mediterránea con tatuajes, mojitos y selfies en la catedral.
Frente a ellos, el nuevo enemigo es más silencioso y más sofisticado: el rico del “postlujo”. Ya no lleva Rolex ni descorcha champán en cubierta. Ahora dormita en la sierra en modo zen, cierra tu parque público para una boda íntima, o aparece con ropa “sencilla” de mil euros mientras ocupa media playa con tumbonas de diseño. Ya no es solo turismofobia lo que se respira: es lujofobia, ese escozor ante un lujo invisible, disfrazado de humildad, que invade tu mundo sin que lo hayas invitado.
Mientras tú te ajustas a una vida de marca blanca, estas élites hacen del “menos es más” una nueva forma de exclusión. Han bajado de sus yates para apropiarse del espacio común, alquilando castillos o reinventando brunchs donde antes bastaba un bocata con una cerveza. Y lo hacen con el aura de lo sostenible, lo espiritual, lo auténtico. Un privilegio con sonrisa eco.
En este nuevo orden, hasta el lujo se vuelve opaco pero invasivo, y tú, que creías haber esquivado al turismo depredador, descubres que el verdadero desahucio llega con la gentrificación en versión silenciosa. Añoraremos a los guiris, sí. Porque al menos ellos no fingían ser uno de nosotros.